miércoles, 15 de septiembre de 2010

A Lautréamont (Jules Supervielle)


En cualquier lugar me ponía a escarbar la tierra
esperando que salieras,
apartaba las casas y los bosques para ver detrás.
Era capaz de quedarme una noche entera esperándote,
puertas y ventanas abiertas,
delante de dos copas de alcohol a las que no quería tocar.
Pero no venías,
Lautréamont.
A mi alrededor las vacas morían de hambre
delante de los precipicios,
y le daban obstinadamente la espalda a las más espesas
praderas,
los corderos regresaban en silencio al vientre de sus madres
que así morían,
los perros desertaban de América mirando hacia atrás
porque hubieran querido hablar antes de partir.
Solo en el continente,
te buscaba en el sueño donde los encuentros
son más fáciles.
Uno se aposta en una esquina, el otro llega rápidamente.
Pero ni siquiera así venías,
Lautréamont,
detrás de mis ojos cerrados.

Te encontré un día a la altura de Fernando Noronha,
tenías la forma de una ola pero más veraz, más circunspecta,
enfilabas hacia Uruguay con escalas.
Las otras olas se apartaban para saludar mejor a tus infortunios.
Ellas, que viven sólo doce segundos y que sólo avanzan hacia la muerte,
te los daban todos,
y tú fingías desaparecer como ellas
para que en la muerte te crean su compañero
de promoción.
Eras de aquellos que eligen el océano como domicilio,
así como otros se acuestan sobre los puentes
Y yo, yo escondía mis ojos detrás de unos anteojos negros
en un transatlántico donde flotaba un olor a mujer
y a cocina.
La música subía a los mástiles exasperados por estar metidos
entre los manoseos del tango,
yo tenía vergüenza de mi corazón por el que corría la sangre
de los vivos
mientras que tú estás muerto desde 1870, y sin una gota de sangre,
tomas la forma de una ola para hacernos creer
que te da lo mismo.
El mismo día de mi muerte te veo venir hacia mí
con tu rostro de hombre.
Deambulas favorablemente, descalzo por los altos
matorrales del cielo,
pero apenas llegas a una distancia razonable
me lanzas uno a la cara,
Lautréamont.

                                                                                              1925

A Lautréamont/N’importe où je me mettais à creuser le sol espérant que tu en sortirais/J’écartais les maisons et les fôrets pour voir derrière./J’étais capable de rester toute une nuit à t’attendre, portes et fenêtres ouvertes/En face de deux verres d’alcool auxquels je ne voulais pas toucher./Mais tu ne venais pas,/ Lautréamont./Autour de moi des vaches mouraient de faim devant des précipices/Et tournaient obstinément le dos aux plus herbeuses prairies,/Les agneaux regagnaient en silence le ventre de leurs mères qui en mouraient,/Les chiens désertaient l’Amérique en regardant derrière eux/Parce qu’ils auraient voulu parler avant de partir./Resté seul sur le continent/Je te cherchais dans le sommeil où les rencontres sont plus fáciles./On se poste au coin d’une rue,l’autre arrive rapidement./Mais tu ne venais même pas,/Lautréamont,/Derrière mes yeux fermés.//Je te recontrais un jour à la hauteur de Fernando Noronha/Tu avais la forme d’une vague mais en plus véridique, en plus circonspect,/Tu filais vers l’Uruguay à petites journées./Les autres vagues s’écartaient pour mieux saluer tes malheurs./Elles qui ne vivent que douze secondes et ne marchent qu’à la mort/Te les donnaient en entier,/Et tu feignais de disparaître comme elles,/Pour qu’elles te crussent dans la mort leur camarade de promotion./Tu étais de ceux qui élisent l’ócean pour domicile comme d’autres couchent sous les ponts/Et moi je me cachais les yeux derrière des lunettes noires/Sur un paquebot où flottait une odeur de femme et de cuisine./La musique montait aux mâts furieux d’être mêlés aux attouchements du tango,/J’avais honte de mon coeur où coulait le sang des vivants,/Alors que tu es mort depuis 1870, et privé du liquide séminal/Tu prends la forme d’une vague pour faire croire que ça t’est égal./Le jour même de ma mort je te vois venir à moi/Avec ton visage d’homme./Tu déambules favorablement les pieds nus dans de hautes mottes de ciel,/Mais à peine arrivé à une distance convenable/Tu m’en lances une au visage,/Lautréamont.

[imagen: Cate MacDowell > "Casualty"]


miércoles, 8 de septiembre de 2010

Georges Schehadé


El extraño sabor de tus manos
cuando los bueyes se acercan al mar
Eres prisionera de tu más bella imagen
porque blanco es el color de la paciencia
Yo estaré en tu recuerdo
Las montañas envejecen y se cubren de hojas
y vas a morir
dado que hay demasiada poesía en la ceniza

*
L’étrange saveur de tes mains/Quand les boeufs sont près de la mer/Tu es prisionnère de ta plus belle image/Parce que blanc est la couleur de la patience/Je serai dans ton souvenir/Les montagnes vieillissent et se couvrent des feuilles/Et tu mourras/Car il ya trop de poésie dans la cendre.

martes, 7 de septiembre de 2010

ilustró la tapa: COTTA [01]


Tapas de la colección "Los libros  del mirasol", de la Compañía Fabril Editora. Todos los volúmenes que se ven debajo se publicaron entre 1960 y 1961, y todas las ilustraciones son de COTTA.



ilustró la tapa: COTTA [02]



lunes, 6 de septiembre de 2010

de "Vida de Henry Brulard", de Stendhal


No hace un año que mi concepto de nobleza quedó fijado por completo. Por instinto, mi vida moral ha transcurrido considerando atentamente cinco o seis ideas principales y tratando de esclarecer la verdad sobre ellas.

[…]

Mi madre, Madame Henriette Gagnon, era una mujer encantadora y yo estaba enamorada de ella.
Me apresuro a añadir que la perdí cuando tenía siete años.
Al amarla a los seis años quizá –1789–, tenía yo absolutamente el mismo carácter que en 1828, cuando amaba apasionadamente a Alberthe de Rubempré. Mi manera de ir a la caza de la felicidad en el fondo no había cambiado en absoluto, con esta sola excepción: me hallaba, por lo que se refiere al aspecto físico del amor, en la misma situación que se encontraría César, si volviera al mundo, con respecto al uso de cañón y de las armas ligeras. Yo lo hubiera aprendido muy deprisa y ello no habría cambiado sustancialmente mi táctica.
Deseaba cubrir a mi madre de besos y que no estuviera vestida. Ella me amaba apasionadamente y me besaba mucho; yo le devolvía sus besos con un ardor tal que frecuentemente se veía obligada a marcharse. Aborrecía a mi padre cuando venía a interrumpir nuestros besos. Siempre quería dárselos en el cuello. Dígnese recordar el lector que la perdí, a consecuencia de un parto, cuando apenas tenía yo siete años.

 […]

En aquellos tiempos felices, mi abuelo tomaba la religión de una forma alegre y aquellos señores eran de su opinión; tan sólo se volvió triste y un poco religioso después de la muerte de mi madre (1790), y eso, creo, por la vaga esperanza de volver a verla en el otro mundo, como Monsieur de Broglie, que, hablando de su amable hija, muerta a los trece años, dice: “Me parece como si mi hija estuviera en América”.

[…]

Al llegar a Les Echelles me hice amigo de todo el mundo; todos me sonreían como a un niño rebosante de inteligencia. Mi abuelo, hombre de mundo, me había dicho: “Eres feo, pero nadie te reprochará nunca tu fealdad”.

[…]

Porque –no tengo más remedio que confesarlo– a pesar de mis opiniones entonces perfecta y esencialmente republicanas, mis parientes me habían inculcado profundamente sus gustos aristocráticos y reservados (…) Detesto al vulgo (para relacionarme con él), al mismo tiempo que deseo ardientemente la felicidad del así denominado pueblo, y creo que sólo es posible procurársela consultándole acerca de una cuestión importante. Es decir, instándole a elegir a sus diputados (…) Me horroriza lo sucio, y el pueblo es siempre sucio a mis ojos.

[...]

En una palabra, ya era por aquel entonces como soy hoy: amo al pueblo y detesto a sus opresores, pero tener que vivir con él sería para mí un suplicio infinito. Me serviré del lenguaje de Cabanis. Tengo una piel demasiado fina, una piel de mujer (posteriormente siempre me salían ampollas después de empuñar el sable durante una hora); por cualquier motivo me lastimo los dedos, que los tengo muy bellos; en una palabra, la superficie de mi cuerpo es de mujer. De ahí mi invencible repugnancia por todo lo sucio, lo húmedo o lo negruzco.

[…]

Mi confianza literaria en mi abuelo era absoluta (…) Sin confesar que había leído La Nouvelle Héloïse, me atreví a hablarle de ella  en términos elogiosos. Su conversión al jesuitismo no debía datar de lejos, porque, en vez de interrogarme con severidad, me contó que el barón de Adrets (el único amigo suyo en cuya casa continuaba comiendo dos o tres veces al mes después de la muerte de mi madre), cuando apareció La Nouvelle Héloïse (¿no fue en 1770?), se hizo esperar un día para comer en su casa; Madame des Adrets mandó a avisarle por segunda vez y por fin aquel hombre tan frío llegó bañado en llanto.
­ ¿Qué le ocurre, amigo mío? –le preguntó Madame des Adrets muy alarmada.
¡Ay, señora, Julie ha muerto!–y apenas comió.


de Vie de Henry Brulard (traducción de Juan Bravo Castillo). Alfaguara, 2004.

viernes, 3 de septiembre de 2010

Maurice de Guérin (1810-1839)

4 de agosto de 1832.
Hoy llego al fin de mis veintidós años. Muchas veces vi, en París, niños enterrados en ataúdes chiquitos, y cruzando así la multitud. ¡Oh! ¡No crucé yo mismo el mundo como ellos, sepultado en la inocencia de mi ataúd y en el olvido de una vida de un día! Estos ángeles pequeños no saben nada de la tierra; nacen en el cielo. Mi padre me dijo que, durante mi infancia, veía con frecuencia mi alma en el borde de mis labios, lista para escaparse. Dios y el amor fraternal la retenían en la prueba de la vida. ¡Mi reconocimiento y mi amor a ambos! Pero yo no puedo evitar añorar el cielo en el que estaré, y que sólo puedo alcanzar a través de la línea oblicua de la carrera humana.

*
19 de marzo de 1833.
Paseo por el bosque de Coëtquen. Hallazgo de un lugar bastante particular por lo agreste: el camino desciende por una pendiente pronunciada hacia un pequeño barranco en el que corre un pequeño arroyo sobre un fondo de pizarra, que le da a sus aguas un color negruzco, primero desagradable, pero que deja de serlo cuando se observa su armonía con los troncos negros de los robles viejos, el verdor sombrío de la hiedra, y su contraste con las piernas blancas y lisas de los abedules. Un fuerte viento del norte corría por el bosque y lo obligaba a dar profundos mugidos. Los árboles luchaban bajo las bocanadas de viento como furiosos. Mirábamos a través de las ramas las nubes que volaban rápidas en masas negras y extravagantes, y parecían rozar la punta de los árboles. Ese enorme velo negro y flotante dejaba a veces huecos  por donde se deslizaba un rayo de sol que bajaba como un relámpago al interior del bosque. Estos pasos súbitos de luz le daban a esas profundidades tan majestuosas en la sombra algo de turbado y de extraño, como una sonrisa en los labios de un muerto.

de Le Cahier Vert, journal intime (1832-1835)

jueves, 2 de septiembre de 2010

dos giannuzzi





Oficios


Durante una época trabajé en
una funeraria. Mi trabajo
consistía en conducir ataúdes a la
casa de los muertos para que allí
los ocuparan siguiendo respetuosamente la
leyes de la descomposición. 
Yo cantaba al volante del negro furgón y eso era
mi particular manera de estar integrado a la liturgia.
Yo era joven y entraba silbando a la
casa del difunto
y hasta me daban propinas y muchas gracias muchacho
por andar alegremente vivo y por
habernos hecho comprender súbitamente
que un muerto es la carga 
más abstracta  que pueda concebirse. 




Paro cardíaco


Nunca sabré si soñaba
cuando mi amigo se murió durmiendo. 
El acta de defunción no registró ese dato
ni la crueldad de la luz
en su rostro absolutamente objetivo.
Los hechos son la única 
materia universal que compartimos: 
un corazón que late y otro que está inmóvil
y el significado clínico
de las manos crispadas sobre el pecho. 
Lo demás es un susurro, casi un mito
que incluye los deseos personales, 
los ensueños privados, las músicas secretas. 

de Señales de una causa personal (1977)