“Entonces despiertas a las seis y media con una excitación que crece, y a la diez, como un gato vagabundo, serías capaz de cabalgar a un jaguar embalsamado o cogerte un picaporte oxidado. Va en aumento hasta las doce y media, cuando las visitas y la comida te ayudan a serenarte. Vas al pueblo a comprar leche, y al ver el anhelo de orden que agrupa los edificios, la expresión seria de un joven que cruza la calle con sus hijos parece la belleza manifiesta a la que aspiramos. Entonces a uno le embarga la melancolía, aliviada apenas por doce palomas que alzan el vuelo desde el techo de un edificio viejo. Es un día hostil. El cielo está desalentadoramente gris, pero la luz gris es fuerte. La música de amor que sale de un supermercado es triste, muy triste. La mujer que me precede, con anillos de diamantes y una gruesa capa de maquillaje, espera con paciencia el turno para pagar una bolsa pequeña de papas. En la peluquería duerme un policía brutal y corrupto, con la cara cubierta por una máscara de barro. Entra una joven con una caja pesada en la que lleva algo para vender. Su pelo, teñido y peinado en casa, es de un tinte acaramelado que pasó de moda hace años. Al salir del instituto, ha dedicado una hora entera a maquillarse. “Sé que le interesará…” “No”, dice el peluquero, cortante. Quiero darle todo el dinero que tengo. Media hora después, la veo en la cuneta con la caja, como si no supiera adónde ir. Creo que ha invertido sus ahorros, tal vez un préstamo, en algo que le parece muy deseable. Se ha teñido el pelo y mejorado sus rasgos, y en lugar del éxito imaginado, ay, con tanta alegría, sólo ha conocido el rechazo. Creo que su experiencia —en la cuneta— es parte de nuestra vida. La atesoro. Es casi de noche, uno no tiene nada, absolutamente nada, y lo tiene todo. Contestaré cartas, encenderé el fuego, leeré”.
de Diarios, John Cheever. Emecé.