Hoy llego al fin de mis veintidós años. Muchas veces vi, en París, niños enterrados en ataúdes chiquitos, y cruzando así la multitud. ¡Oh! ¡No crucé yo mismo el mundo como ellos, sepultado en la inocencia de mi ataúd y en el olvido de una vida de un día! Estos ángeles pequeños no saben nada de la tierra; nacen en el cielo. Mi padre me dijo que, durante mi infancia, veía con frecuencia mi alma en el borde de mis labios, lista para escaparse. Dios y el amor fraternal la retenían en la prueba de la vida. ¡Mi reconocimiento y mi amor a ambos! Pero yo no puedo evitar añorar el cielo en el que estaré, y que sólo puedo alcanzar a través de la línea oblicua de la carrera humana.
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19 de marzo de 1833.
Paseo por el bosque de Coëtquen. Hallazgo de un lugar bastante particular por lo agreste: el camino desciende por una pendiente pronunciada hacia un pequeño barranco en el que corre un pequeño arroyo sobre un fondo de pizarra, que le da a sus aguas un color negruzco, primero desagradable, pero que deja de serlo cuando se observa su armonía con los troncos negros de los robles viejos, el verdor sombrío de la hiedra, y su contraste con las piernas blancas y lisas de los abedules. Un fuerte viento del norte corría por el bosque y lo obligaba a dar profundos mugidos. Los árboles luchaban bajo las bocanadas de viento como furiosos. Mirábamos a través de las ramas las nubes que volaban rápidas en masas negras y extravagantes, y parecían rozar la punta de los árboles. Ese enorme velo negro y flotante dejaba a veces huecos por donde se deslizaba un rayo de sol que bajaba como un relámpago al interior del bosque. Estos pasos súbitos de luz le daban a esas profundidades tan majestuosas en la sombra algo de turbado y de extraño, como una sonrisa en los labios de un muerto.
de Le Cahier Vert, journal intime (1832-1835)
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